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"Ciudad hormiguero". Óleo. Belén Saiz Alonso. |
Como cada amanecer, me
dirijo en rigurosa fila india hacia el lugar donde trabajo, tomo el corredor que
me conducirá a mi cubículo, colindante con el de otros cientos (tal vez miles) de
individuos idénticos a mí, frenéticos y atareados, y acometo sin demora mi
quehacer diario. No tardo en recibir varios mensajes urgentes de mi superior ─un
sujeto arrogante como una abeja reina que mantiene un admirable equilibrio
entre su vientre tembloroso y su fluctuante trasero mientras despliega con
soltura la ineptitud de un zángano─. Por supuesto, atiendo con rapidez sus demandas
al tiempo que alabo con entusiasmo su moderno peinado. Y en esta y otras
cruciales tareas vuela la mañana y llega la pausa para comer, momento que
aprovecho para pasar al lado de una compañera de atributos exuberantes y seductora
fragancia con la que no me importaría intimar. Pero a pesar de que zumbo un
buen rato a su alrededor ─incluso me atrevo con un par de arrojados pasos de
tango─ no capto ninguna señal de predisposición
al coito y vuelvo a mi cubículo cabizbajo, cuestionándome seriamente cancelar
mi suscripción al curso de danza sensual por correo.
A media tarde abandono mi
puesto y me encamino hacia el enorme hormiguero en el que habito una celda
minúscula ─aunque provista de baño y conexión inalámbrica, no quiero que penséis
que soy un zarrapastroso─, pero un ancestral impulso de apareamiento me compele
a restregar mis órganos sexuales contra los viandantes y decido ─para evitar
males mayores─ desviarme hacia una zona poco transitada de la ciudad donde
abundan los antros plagados de criaturas de la noche. Del interior de uno de
ellos emana un enloquecedor perfume y, al fondo de esa inquietante caverna,
conozco al que ha de ser el amor de mi vida: una gigantesca meretriz en estado
de trance de la que me enamoro de inmediato. Su danza lánguida y cadenciosa, uniendo
las manos como si rezara, y sus hipnóticos globos oculares, grandes como
planetas, me atraen como un imán. Tan erótico me parece su balanceo, que en
pocos segundos me encuentro entre sus brazos, dispuesto a entregar mi vida a
cambio de una cópula vertiginosa. Y a punto estoy de darla, pues sólo una intuición
fugaz del peligro y un ágil movimiento escurridizo evitan que mi devota
enamorada me rebane el pescuezo, aunque, desafortunadamente, no que se apodere
de mi cartera. A trompicones y algo desmadejado (no tengo tiempo de recontar
mis extremidades), me las arreglo para salir del inmundo agujero, y no sin grandes
penurias, logro llegar al compartimento al que llamo hogar, bastante orgulloso
de mis reflejos, aunque lamentándome como un
bicho miserable. Lentamente me desprendo del
exoesqueleto de marca que cada día me
enfundo para ir a trabajar y, tan abatido
estoy, que he de hacer un gran esfuerzo para no colgarme de la corbata a juego.
Convertido en una larva
moqueante, reprimo un sollozo y me ovillo junto al ventanuco, preguntándome qué
habrá más allá de las ignotas fronteras de la urbe interminable. Algunos dicen
que hay un mundo vasto y salvaje, repleto de criaturas asombrosas y ciudades inverosímiles,
cuyos habitantes fornican todo el día y dedican la noche a amasar enormes y
codiciadas bolas de excrementos. Otros en cambio, cuentan que más allá de la
ciudad infinita sólo hay una pared
transparente y lisa. Y que la bóveda azul que nos envuelve (ahora de un negro
impenetrable), no es sino el frío cristal
de un descomunal terrario, donde las estrellas ─ esos impasibles cuerpos
celestes que noche tras noche ignoran mis oraciones─ no son más que el brillo
de cientos de ojos acechantes, curiosos, que nos observan desde el otro lado.