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lunes, 7 de octubre de 2013

Fábula de la ciudad infinita

   
   

 
"Ciudad hormiguero". Óleo. Belén Saiz Alonso.
  
Como cada amanecer, me dirijo en rigurosa fila india hacia el lugar donde trabajo, tomo el corredor que me conducirá a mi cubículo, colindante con el de otros cientos (tal vez miles) de individuos idénticos a mí, frenéticos y atareados, y acometo sin demora mi quehacer diario. No tardo en recibir varios mensajes urgentes de mi superior ─un sujeto arrogante como una abeja reina que mantiene un admirable equilibrio entre su vientre tembloroso y su fluctuante trasero mientras despliega con soltura la ineptitud de un zángano─. Por supuesto, atiendo con rapidez sus demandas al tiempo que alabo con entusiasmo su moderno peinado. Y en esta y otras cruciales tareas vuela la mañana y llega la pausa para comer, momento que aprovecho para pasar al lado de una compañera de atributos exuberantes y seductora fragancia con la que no me importaría intimar. Pero a pesar de que zumbo un buen rato a su alrededor ─incluso me atrevo con un par de arrojados pasos de tango─  no capto ninguna señal de predisposición al coito y vuelvo a mi cubículo cabizbajo, cuestionándome seriamente cancelar mi suscripción al curso de danza sensual por correo.
    A media tarde abandono mi puesto y me encamino hacia el enorme hormiguero en el que habito una celda minúscula ─aunque provista de baño y conexión inalámbrica, no quiero que penséis que soy un zarrapastroso─, pero un ancestral impulso de apareamiento me compele a restregar mis órganos sexuales contra los viandantes y decido ─para evitar males mayores─ desviarme hacia una zona poco transitada de la ciudad donde abundan los antros plagados de criaturas de la noche. Del interior de uno de ellos emana un enloquecedor perfume y, al fondo de esa inquietante caverna, conozco al que ha de ser el amor de mi vida: una gigantesca meretriz en estado de trance de la que me enamoro de inmediato. Su danza lánguida y cadenciosa, uniendo las manos como si rezara, y sus hipnóticos globos oculares, grandes como planetas, me atraen como un imán. Tan erótico me parece su balanceo, que en pocos segundos me encuentro entre sus brazos, dispuesto a entregar mi vida a cambio de una cópula vertiginosa. Y a punto estoy de darla, pues sólo una intuición fugaz del peligro y un ágil movimiento escurridizo evitan que mi devota enamorada me rebane el pescuezo, aunque, desafortunadamente, no que se apodere de mi cartera. A trompicones y algo desmadejado (no tengo tiempo de recontar mis extremidades), me las arreglo para salir del inmundo agujero, y no sin grandes penurias, logro llegar al compartimento al que llamo hogar, bastante orgulloso de mis reflejos, aunque lamentándome como un  bicho miserable. Lentamente me desprendo del exoesqueleto de marca  que cada día me enfundo para ir a trabajar  y, tan abatido estoy, que he de hacer un gran esfuerzo para no colgarme de la corbata a juego.
    Convertido en una larva moqueante, reprimo un sollozo y me ovillo junto al ventanuco, preguntándome qué habrá más allá de las ignotas fronteras de la urbe interminable. Algunos dicen que hay un mundo vasto y salvaje, repleto de criaturas asombrosas y ciudades inverosímiles, cuyos habitantes fornican todo el día y dedican la noche a amasar enormes y codiciadas bolas de excrementos. Otros en cambio, cuentan que más allá de la ciudad infinita sólo hay  una pared transparente y lisa. Y que la bóveda azul que nos envuelve (ahora de un negro impenetrable), no es sino el frío cristal  de un descomunal terrario, donde  las estrellas ─ esos impasibles cuerpos celestes que noche tras noche ignoran mis oraciones─ no son más que el brillo de cientos de ojos acechantes, curiosos, que nos observan desde el otro lado. 

domingo, 2 de diciembre de 2012

La primera sabiduría

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      LA FICCIÓN fue la primera sabiduría de la humanidad. Cuando la realidad exterior parecía solo un conjunto de adversidades incomprensibles, hostiles, violentas, la ficción ayudó a entenderla: el sol es una brasa que una mano inocente lanzó una vez al cielo, el viento nos trae la voz de los muertos, la lluvia derrama de repente sobre nosotros las lágrimas perdidas, en los sueños nos habla lo que deseamos o lo que tememos. La ficción fue la primera forma comprensible de la realidad.


José María Merino (tomado del libro "La glorieta de los fugitivos". 2º paso de "La glorieta miniatura").







miércoles, 24 de octubre de 2012

Octubre, 17

      Mi colegio, antes el de mi madre y ahora el de mis hijos, tiene un bosque con árboles centenarios y jardines donde hay laberintos en los que cuentan que a veces desaparecen niños demasiado curiosos. Tiene edificios vetustos y cobertizos escondidos donde escabullirse del maestro unos minutos y traficar con estampas. Mientras lo recorro con mi hijo a media mañana después de visitar al médico, a esa hora en la que están todos en clase y uno se siente especial por llegar tarde y acompañado de su madre, charlamos sobre lo formidable que es el jardín, y Juan me dice que hay gente enterrada en él. Y que una vez una monja se ahorcó en el árbol de morera. Yo me río y le tomo el pelo,y le digo que eso son cuentos de los niños. Y él me dice que no, que es verdad, que mire las tumbas que hay bajo los árboles, y yo me río aún más y le explico que no son tumbas, sino carteles que especifican la especie botánica del árbol. Dejo a Juan en su clase y, mientras desando el largo camino, entorno los ojos y puedo ver a mi madre de niña charlando con sus compañeras, a mí misma, con mi coleta y mi mirada tímida, y mi vieja guitarra a la espalda. Y no sé si es porque paseo entre fantasmas del pasado, pero de repente también a mí me parecen pequeñas tumbas los carteles bajo los árboles, y al salir, saludo al guarda con la sensación de abandonar un cementerio rebosante de vida.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Algunos aforismos literarios



   Estos son algunos de los aforismos recogidos en el libro El equilibrista, de Andrés Neuman. Obra compuesta a su vez por tres libros de aforismos que hacen un recorrido por la vida cotidiana (I), la estética y el arte (II) y la escritura y la literatura (III) y por Diario de un aforista, pequeña colección de microensayos que plantean una profunda reflexión sobre el lenguaje literario y otros aspectos. Me ha parecido una lectura muy interesante y necesaria, que arroja luz sobre algunas cuestiones con las que topamos inevitablemente quienes intentamos, con más o menos fortuna, juntar palabras, atrapar pensamientos y narrar historias.
     Aquí dejo mis preferidos, más que nada, para tenerlos siempre a mano.


Escribir no es un deseo: es una orden.

Corregir es el aprendizaje más terrible: ¿cómo es posible que, para escribir apenas un poco mejor, tengamos que entender que escribimos tan mal?


La corrección es el segundo turno del talento.


Cuando no escribe, un cuentista se halla en estado de expectación. Un novelista, en estado larvario. Un poeta, en estado de susceptibilidad. Y un ensayista, en estado de confusión.


¿Forma y contenido? Cualquier escritor sabe que ha conseguido decir lo que quería solo cuando siente que lo ha dicho como quería.


En el sueño nacen los relatos. En la vigilia suceden los textos.


Un adjetivo es un acto de valor.


El cuento es un dardo. La novela, un radar.


Puntúo como respiro; respiro como puntúo.


La escritura es, en última instancia, un acto de entrega física.


La diferencia entre un mentiroso y un cuentista es que este último tiene el don de la oportunidad.


Si el personaje de un cuento se limita a representar una idea, la historia quedará hueca. Pero si el personaje aparece henchido de contradicciones, la narración correrá el riesgo de extraviarse. He ahí la delizadeza del cuento, su difícil medio hacer.


Organizar el miedo y luego dispersarlo: eso es atmósfera.


Leer como si, dentro de un minuto, nos fueran a apagar la luz.




Andrés Neuman (del libro El equilibrista)





miércoles, 11 de julio de 2012

DODECÁLOGO DE UN CUENTISTA



I.
Contar un cuento es saber guardar un secreto.

II
Aunque hablen en pretérito, los cuentos suceden siempre ahora. No hay tiempo para más y ni falta que hace.

III
El excesivo desarrollo de la acción es la anemia del cuento, o su muerte por asfixia.

IV
En las primeras líneas un cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección. En cuanto al título, paradójicamente, si es demasiado brillante se olvida pronto.

V
Los personajes no se presentan: actúan.

VI
La atmósfera puede ser lo más memorable del argumento. La mirada, el personaje principal.

VII
El lirismo contenido produce magia. El lirismo sin frenos, trucos.

VIII
La voz del narrador tiene tanta importancia que no debe escucharse demasiado.

IX
Corregir: reducir.

X
El talento es el ritmo. Los problemas más sutiles empiezan en la puntuación.

XI
En el cuento, un minuto puede ser eterno y la eternidad caber en un minuto.

XII
Narrar es seducir: jamás satisfagas del todo la curiosidad del lector.




Andrés Neuman (Del libro Alumbramiento )




martes, 8 de mayo de 2012

EL TRUCO ESTRELLA

  
      Estimados visitantes de MadSeason:
    
      Hoy os propongo un cuento que hace unos meses tuve la osadía de escribir (yo diría más bien de perpetrar), y que por tener una extensión inadecuada para publicarlo en una entrada de este blog, os dejo en un enlace a Issuu. Estaba abandonado en un rincón del disco duro y, aunque es una bagatela sin demasiadas pretensiones, debo confesar que me divertí bastante escribiéndolo y he decidido que ya es hora de que vea la luz (total, tampoco creo que se convierta en una obra maestra ahí guardado). Ojalá os arranque aunque solo sea una leve sonrisa. Nada me haría más feliz.
     
      Se titula "El truco estrella" y podéis leerlo haciendo clic aquí.



sábado, 26 de noviembre de 2011

EL DESCREÍDO


      Durante mi estancia en Manchester me fue referida la historia de un hombre que no creía en nada. Todo en la vida le había decepcionado: su mujer, sus amigos, su familia, su profesión, sus principios, incluso su perro, que al cabo de ocho años juntos, un  buen día le mordió la mano y escapó para no volver. Cada noche acudía a un pub cercano donde cenaba unos insípidos alimentos que siempre le sabían a tierra mojada y bebía hasta no recordar cómo regresar a su deprimente morada, en una calle perdida de esa enorme y gris ciudad. El alcohol de su ambarino whisky con hielo era, de hecho, la única cosa en el mundo que jamás le decepcionaba. Siempre cumplía su adormecedora promesa de letargo.
      Un día, mientras apuraba la novena copa, la Muerte entró en el pub y se sentó a su lado. Deslizó su capucha hacia atrás y apoyó la guadaña contra la barra. Sin introducción ni preámbulos, se identificó y le comunicó que había llegado su hora y debía acompañarle. Nuestro amigo lo miró despacio y soltó una hueca y sonora carcajada:
      —Sí, claro, y yo soy Elvis. Lárgate de aquí, gilipollas…
      Y, acto seguido, eructó.
      La Muerte, que ese día ya había liquidado exactamente a 124.213 almas y tramitado los 124.213 consiguientes expedientes, miró al etílico despojo y pensó en los 45 minutos largos que le quedaban por delante, entre aniquilar a ese imbécil y terminar con el papeleo. Era el último de la lista de ese día. Y encima esa noche había quedado… Miró con desdén a nuestro amigo, bajó del taburete y salió del pub, mientras el insolente borracho reía y le dedicaba una nutrida ristra de improperios. Una vez fuera, la Muerte buscó la papelera más cercana y, con un brillo malicioso en sus ojos, tiró el expediente dentro. 
      Ha pasado el tiempo y nuestro hombre, que pronto cumplirá 138 años, sigue acudiendo al mismo pub cada noche, aunque cada vez bebe menos, pues la cirrosis apenas ha dejado un par de centímetros funcionales en su hígado. A duras penas camina del pub a su casa intentando recordar la última vez que deseó algo, tratando de saborear el vestigio de algún remoto anhelo. No quiere seguir viviendo, pero sabe que tampoco en eso será complacido, aunque no recuerda por qué.