miércoles, 24 de octubre de 2012

Octubre, 17

      Mi colegio, antes el de mi madre y ahora el de mis hijos, tiene un bosque con árboles centenarios y jardines donde hay laberintos en los que cuentan que a veces desaparecen niños demasiado curiosos. Tiene edificios vetustos y cobertizos escondidos donde escabullirse del maestro unos minutos y traficar con estampas. Mientras lo recorro con mi hijo a media mañana después de visitar al médico, a esa hora en la que están todos en clase y uno se siente especial por llegar tarde y acompañado de su madre, charlamos sobre lo formidable que es el jardín, y Juan me dice que hay gente enterrada en él. Y que una vez una monja se ahorcó en el árbol de morera. Yo me río y le tomo el pelo,y le digo que eso son cuentos de los niños. Y él me dice que no, que es verdad, que mire las tumbas que hay bajo los árboles, y yo me río aún más y le explico que no son tumbas, sino carteles que especifican la especie botánica del árbol. Dejo a Juan en su clase y, mientras desando el largo camino, entorno los ojos y puedo ver a mi madre de niña charlando con sus compañeras, a mí misma, con mi coleta y mi mirada tímida, y mi vieja guitarra a la espalda. Y no sé si es porque paseo entre fantasmas del pasado, pero de repente también a mí me parecen pequeñas tumbas los carteles bajo los árboles, y al salir, saludo al guarda con la sensación de abandonar un cementerio rebosante de vida.

1 comentario:

Pedro Sánchez Negreira dijo...

¡Excelente, Jes!

Un micro de gran poder evocador, que regala en lo elidido una segunda historia para que el lector juegue a crear.

Un abrazo.