LOS ATRACADORES LLEGARON EN LIMUSINA
Llevaban máscaras y antifaces. Sembraron el pánico
apuntándonos con sus pistolas. Redujeron al guardia jurado. Nos insultaron. Nos
pisotearon. Limpiaron la caja fuerte y se sentaron a esperar la llamada de la
policía.
Entablaron
negociaciones. Les trajeron caviar y se lo comieron. Champán, y se lo bebieron.
De las pizzas para los rehenes no dejaron ni las migajas. Los borborigmos de
indignación que se propagaban por el recinto trocaron en rugido de rabia colectiva
cuando nos ordenaron vaciar los bolsillos. «Son de fogueo», aventuró la abuela
—que no estaba muy bien de la vista—, al inspeccionar las armas de cerca. Acto
seguido blandió el bastón y, al grito de «¡Todos a una, Fuenteovejuna!», nos
levantamos como un solo hombre y como un solo hombre caímos sobre nuestros
captores. Tendríamos que haber terminado con ellos allí mismo, pero alguien
dijo que les pusiéramos en manos de la Justicia. Prevaleció el sentido común.
Vitoreamos a la Justicia y alzamos jubilosos los brazos en señal de Victoria. Entonces estallaron las cristaleras y una
densa cortina de humo descendió sobre las instalaciones bancarias. Así que se
disipó, estábamos todos engrilletados. Aplastados contra el suelo. Aporreados
sin miramientos. De esto hace ya más de dos años, y uno desde que nos dejó la
abuela. Hoy sería su cumpleaños. Bajo el cielo sulfúreo de la cantera solo se
escucha el repicar de picos y mazas. Las Autoridades dijeron que alguien tenía
que pagar la factura. Los atracadores se fueron, se fueron a cara descubierta,
se fueron en sus limusinas.
EL
TESTIGO
Eché el freno a la
moto y me detuve a contemplar la escena. Encaramado en la cúspide de aquella
columna de mármol que se elevaba mayestática sobre el pedregoso tapiz del
desierto, el anacoreta hacía tañer su campana. Debajo, los peregrinos se
arremolinaban murmurando plegarias. Frente al hastío que me causaba la absurda
vacuidad de mi vida, la riqueza espiritual de aquellas gentes sencillas se
ofrecía en doloroso contraste. Si había tomado un año sabático era precisamente
para vivir experiencias como aquella.
El santón me estaba
mirando. Señalaba hacia mí y gesticulaba con vehemencia, como rogándome que
subiera. Parecía desnutrido. Hice repaso de mis pertenencias: en el bolsillo
llevaba unas monedas; en la mochila, agua, dátiles y un puñado de frutos secos.
Bajé de la moto, me abrí paso entre la multitud e impulsado por un mar de
brazos trepé pensando que un día, dentro de muchos años, podría contarles
aquella hermosa historia a mis nietos.
Cuando quise darme
cuenta, él estaba abajo, subiéndose a mi moto, y yo arriba, subido a su
columna. Y sus fieles, que ahora eran los míos, aullaban como almas en pena y
me tiraban piedras si intentaba descender: creían que en tal caso el firmamento
se nos vendría encima.
El tiempo pasa y
aquí sigo, sujetando la bóveda celestial con mis campanazos mientras espero a
que aparezca otro imbécil a quien endilgarle el testigo.
Alberto Corujo Corteguera
Cuarenta y tantos años, varón, raza blanca. Licenciado en ADE. Ha desarrollado la mayor parte de su vida laboral en Londres. Desde 2010 reside en Gijón, Europa. Autor de microrrelatos, relatos breves, una novela y más microrrelatos. En la actualidad se dedica a escribir a tiempo completo, para lo que cuenta con la inestimable colaboración de su ayudante Dylan, un perro Mil Leches de pura sangre y Fonchito, su Agente en la Sombras. Tiene una bitácora -ODYS- en donde publica relatos con cierta asiduidad. Escribe el curriculum en tercera persona, quizá para superar el extrañamiento que le causa hablar sobre sí mismo.
1 comentario:
Magníficos relatos y mordaz crítica social, donde los simples y crédulos individuos, los curritos, confiados en la justicia, son/somos siempre engañados por "los de arriba" u hostigados por la masa zafia y adocenada que nos impide ser libres. Muy bueno el Sr. Corujo.
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