Nada más entrar en
clase reparó horrorizado en que se había dejado la garganta en casa. Era nueva
y le hacía rozaduras en la tráquea, así que se la quitaba para dormir. Tras
superar el pánico inicial, decidió actuar con normalidad y comenzó la explicación. Labios y lengua se estiraban y contraían rítmicamente, fricando
interdentales y ocluyendo bilabiales, sin que el más leve sonido saliera de su
boca: “Abrid el libro por la página 60. Sacad los cuadernos.” Curiosamente, los
alumnos comenzaron a hacer lo que les había ordenado. Así continuó durante
media hora, sin que anomalía alguna saboteara el devenir habitual de la sesión.
Intrigado y contraviniendo su costumbre de no bajar jamás de la tarima, se
acercó a los alumnos. Paseó con lentitud entre las mesas, escrutándolos con la
mirada. Pronto observó que ninguno de ellos llevaba puestas las orejas. Incluso
había uno que tampoco había traído los ojos. Lo descubrió en el fugaz momento
en que se quitó las gafas de sol para rascarse la nariz. Ahí estaba el chaval,
sin orejas y con dos horrendas cuencas vacías.
En la última fila, esa región ignota e inexplorada,
había un bulto que resultó ser, tras una terrorífica aproximación, un alumno, o
parte de él, que solo había traído el tronco, el brazo derecho y el pene. Qué
cabrón. A saber cómo había llegado al aula, y cómo se marcharía de ella. Igual
llevaba meses allí, masturbándose en la última fila. Quién sabe.
Sonó el timbre y, tras
meditarlo unos segundos, encontró que, sorprendentemente, había sido una sesión
realmente productiva. Recogió con cuidado sus papeles, cerró el maletín y se
encaminó hacia su siguiente clase. Con espíritu cada vez más jovial entró un
momento en la sala de profesores, y al pasar junto a la joven y bonita
profesora de Economía, con la que nunca había sido capaz de cruzar más de dos
palabras, se permitió el insólito atrevimiento de dedicarle un mudo piropo.
Ella le devolvió una tímida y desdentada sonrisa.