lunes, 15 de agosto de 2016

UN ALIEN EN LA BIBLIOTECA





          Afirman estas crónicas quebradizas que hojeo con unas pinzas que fue en los primeros años del siglo XXII cuando el hombre al fin consiguió burlar la gravedad. El compuesto molecular que lograba tal milagro era, sin embargo, sólo asumible por la élite adinerada, de tal forma que únicamente los más pudientes podían permitirse flotar en las capas más altas de la troposfera, por encima de la boina contaminante de esmog, respirando aire puro y la mar de fresquitos en lo peor de los rigores del verano. Las boutiques de lujo y los restaurantes exclusivos se instalaron en las azoteas de los rascacielos. En un estrato inferior, digamos, más o menos a la altura de la vigésima planta de un edificio de la época, se podía observar cómo levitaban atareadas las clases medias, que ingerían un sucedáneo más barato pero menos efectivo. A esa cota se situaron los centros comerciales, atestados de franquicias, para el correcto esparcimiento y hábito de consumo de estas criaturas. Ya muy abajo, a pocos metros del asfalto humeante, sobrevolando las ratas, se elevaban a intervalos cortos, como envases mecidos por una ráfaga de viento, los más pobres, los marginales, gente que ingería una sustancia adulterada y bastante tóxica la cual, aparte de permitirles ínfimos vuelos, como de cucaracha, les corroía el hígado y las neuronas, aunque también les proporcionaba unos minutos de euforia.


Entre otras anécdotas, se menciona el hecho de que los niños ricos inflaban sus globos con arena, para pasearlos hacia abajo, de forma que fueran envidiados por la chiquillería del estrato inferior, y uno de los hechos más llamativos que relatan estos volúmenes que se deshacen, se refiere a los suicidas que se ahorcaban, cuyo proceder consistía en atar una soga a algún alfiler arquitectónico, véase la aguja del Empire State, o el remate puntiagudo del Burj Khalifa en Dubai (aunque en realidad bastaba con cualquier antena de telefonía al uso), y se ponían hasta las trancas de jarabe levitador, elevándose a continuación como globos montgolfier hacia la estratosfera, mientras el nudo corredizo se cerraba impertérrito alrededor de sus gaznates. También se cuenta que, de tarde en tarde y sin explicación satisfactoria a día de hoy, se sucedían extrañas epidemias de suicidios colectivos, y que desde los aviones, por encima de los cirros algodonosos, parecían los cuerpos azulados con sus cuerdas al cuello y las piernas hacia arriba, prados de extrañas anémonas mecidas por la corriente. Siendo éste, según se puntualiza, un espectáculo tristísimo, pero de una belleza sobrecogedora. No puedo evitar preguntarme el porqué de estos ahorcamientos en masa, y cómo cosecharían los cuerpos más tarde. Fin del informe.










lunes, 2 de mayo de 2016

DOS CUENTOS INTRÉPIDOS DE ALBERTO CORUJO



LOS ATRACADORES LLEGARON EN LIMUSINA

           

            Llevaban máscaras y antifaces. Sembraron el pánico apuntándonos con sus pistolas. Redujeron al guardia jurado. Nos insultaron. Nos pisotearon. Limpiaron la caja fuerte y se sentaron a esperar la llamada de la policía.

            Entablaron negociaciones. Les trajeron caviar y se lo comieron. Champán, y se lo bebieron. De las pizzas para los rehenes no dejaron ni las migajas. Los borborigmos de indignación que se propagaban por el recinto trocaron en rugido de rabia colectiva cuando nos ordenaron vaciar los bolsillos. «Son de fogueo», aventuró la abuela —que no estaba muy bien de la vista—, al inspeccionar las armas de cerca. Acto seguido blandió el bastón y, al grito de «¡Todos a una, Fuenteovejuna!», nos levantamos como un solo hombre y como un solo hombre caímos sobre nuestros captores. Tendríamos que haber terminado con ellos allí mismo, pero alguien dijo que les pusiéramos en manos de la Justicia. Prevaleció el sentido común. Vitoreamos a la Justicia y alzamos jubilosos los brazos en señal de Victoria.  Entonces estallaron las cristaleras y una densa cortina de humo descendió sobre las instalaciones bancarias. Así que se disipó, estábamos todos engrilletados. Aplastados contra el suelo. Aporreados sin miramientos. De esto hace ya más de dos años, y uno desde que nos dejó la abuela. Hoy sería su cumpleaños. Bajo el cielo sulfúreo de la cantera solo se escucha el repicar de picos y mazas. Las Autoridades dijeron que alguien tenía que pagar la factura. Los atracadores se fueron, se fueron a cara descubierta, se fueron en sus limusinas.


EL TESTIGO
           


            Eché el freno a la moto y me detuve a contemplar la escena. Encaramado en la cúspide de aquella columna de mármol que se elevaba mayestática sobre el pedregoso tapiz del desierto, el anacoreta hacía tañer su campana. Debajo, los peregrinos se arremolinaban murmurando plegarias. Frente al hastío que me causaba la absurda vacuidad de mi vida, la riqueza espiritual de aquellas gentes sencillas se ofrecía en doloroso contraste. Si había tomado un año sabático era precisamente para vivir experiencias como aquella.
            El santón me estaba mirando. Señalaba hacia mí y gesticulaba con vehemencia, como rogándome que subiera. Parecía desnutrido. Hice repaso de mis pertenencias: en el bolsillo llevaba unas monedas; en la mochila, agua, dátiles y un puñado de frutos secos. Bajé de la moto, me abrí paso entre la multitud e impulsado por un mar de brazos trepé pensando que un día, dentro de muchos años, podría contarles aquella hermosa historia a mis nietos.
            Cuando quise darme cuenta, él estaba abajo, subiéndose a mi moto, y yo arriba, subido a su columna. Y sus fieles, que ahora eran los míos, aullaban como almas en pena y me tiraban piedras si intentaba descender: creían que en tal caso el firmamento se nos vendría encima.
            El tiempo pasa y aquí sigo, sujetando la bóveda celestial con mis campanazos mientras espero a que aparezca otro imbécil a quien endilgarle el testigo.


Alberto Corujo Corteguera
Cuarenta y tantos años, varón, raza blanca. Licenciado en ADE. Ha desarrollado la mayor parte de su vida laboral en Londres. Desde 2010 reside en Gijón, Europa. Autor de microrrelatos, relatos breves, una novela y más microrrelatos. En la actualidad se dedica a escribir a tiempo completo, para lo que cuenta con la inestimable colaboración de su ayudante Dylan, un perro Mil Leches de pura sangre y Fonchito, su Agente en la Sombras. Tiene una bitácora -ODYS- en donde publica relatos con cierta asiduidad. Escribe el curriculum en tercera persona, quizá para superar el extrañamiento que le causa hablar sobre sí mismo. 


martes, 12 de enero de 2016

ATRIO


  PASOS LENTOS, de anciano (le parece que suenan en el pasillo), y ahora la risa ahogada de una mujer.
   Abre los ojos.
   No esperaba visita, y no tiene visita de hecho. La risa, los pasos, son lo mismo que él, son residuos.
   Hace un cuenco juntando las dos manos. Poco a poco el cuenco se llena de arena. Poco a poco la arena empieza a formar un corazón que late.



Ángel Zapata (del libro Materia Oscura)