El náufrago
famélico hace una muesca más en la pared rocosa de la cueva que le cobija.
Según sus cálculos es su quingentésima semana en esa isla inhóspita. El galimatías sobre la piedra arañada le
asegura que hoy es jueves, 24 de diciembre de 1815, y acto seguido imagina a
Sara haciendo los preparativos de Navidad. Con los ojos cerrados convoca el olor
del pavo asado y el suave crepitar del fuego. Súbitamente, un terrorífico
pensamiento lo asalta: ha olvidado tener en cuenta los años bisiestos. Por lo
que su almanaque es un ridículo despropósito de palitroques tachados que carece
por completo de sentido. Presa de la frustración, agarra un pedrusco y raspa la
roca hasta borrarla. De pronto, el tiempo se ha detenido. El sol se ha
congelado en el horizonte y los abejorros permanecen estáticos junto a las
flores que libaban hace un instante. El
náufrago contempla atónito la sorprendente quietud. Coge la piedra, y es en ese
momento, fuera del tiempo, cuando comienza a dibujar el mapa que quizá le
permita doblegar el espacio y, al fin, volver a casa.
3 comentarios:
Mária, me encanta cómo transporta tu fantasía al papel. !Genial!
Papá.
Enhorabuena. Me parece un relato maravilloso. Quien pudiera -como hace tu náufrago- romper la barrera del tiempo y el espacio y trazar su propio mapa hacia la felicidad!!
Muchas gracias a los dos por los ánimos.
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