Esta Navidad,
mis padres han tenido una idea aún más absurda que de costumbre: invitar a
cenar a una familia de nativos polinesios de una isla de nombre impronunciable.
Y aquí están, plantados en mi salón con sus taparrabos y abalorios, un tanto temblorosos
(fuera estamos a 2 C⁰), mirando atónitos
el parpadeante abeto de plástico. Son cuatro, dos adultos y dos adolescentes.
Mi madre les ha agasajado con todo un repertorio de canapés y turrones, pero no
ha logrado que los prueben. Ni siquiera el humeante pavo ha quebrantado su
persistente quietud. Al final hemos decidido empezar nosotros, por si así
entendían que esto va de comer a saco. Pero nada. Al acabar la cena, mi padre,
zambomba en mano, ha iniciado un desquiciado popurrí de villancicos clásicos,
animándolos a bailar con un ridículo trotecillo que, afortunadamente, ha languidecido
frente a sus impasibles miradas. Yo, a punto de morir de vergüenza, me he refugiado
con mi smartphone bajo el piano, pero
desde aquí puedo ver que nuestros invitados han empezado a moverse lentamente,
rodeando a mi familia. Parece que ejecutan una extraña danza ritual. Ahora
abren desmesuradamente sus bocas,
mostrando unos dientes enormes y afilados. Y parecen realmente hambrientos.
Relato mencionado junto a otros nueve en el certamen ESTA NOCHE TE CUENTO de diciembre. Hecho que me hace muy feliz.
Relato mencionado junto a otros nueve en el certamen ESTA NOCHE TE CUENTO de diciembre. Hecho que me hace muy feliz.
2 comentarios:
Jes, un relato maravilloso. Me alegro mucho por ti. Disfruta de este merecido premio.
¡Enhorabuena!
¡Muchas gracias! Me alegra que te guste.
Publicar un comentario