La
felicidad llegó al pueblo de la mano del padre Alberto. Jamás estuvo tan
nutrida la cola del confesionario como aquella volcánica primavera. Ancianas
venerables, núbiles jovenzuelas, casadas y solteras acudían a diario a relatar
sus pensamientos lúbricos, adulterios de trastienda, fantasías prohibidas y
vicios solitarios a cambio de la absolución que aquel adonis de ojos cobalto
les imponía con sus viriles manos. El
apuesto párroco las escuchaba en silencio, pronunciando apenas un ronco “continúa” de tarde en tarde que,
combinado con un jadeo ahogado, enloquecía por completo a las feligresas. Nunca
hubo hembras de conciencia más impoluta y arrepentimiento menos sincero. Ni tampoco
novios, esposos y amantes más felices. La alegría, en definitiva, aumentó de
manera exponencial en aquella pequeña población que, cada tarde después de
misa, veía desfilar a un ejército de ardientes féminas convenientemente
lubricadas, en busca de un cómplice con el que perpetrar los dulces pecados que
habrían de confesar, sin dilación, al día siguiente.
Imagen: Pawel Kuczynski |
3 comentarios:
Este lo cura todo. Enhorabuena, te leeré también en papel. Encantado de compartir libro contigo. Un saludo, Jes.
Muy bueno, me gustó mucho. Cuanto hay que agradecer al cura, cuántos servicios. No me extraña, pero ni un poco, que esté seleccionado y sea publicado, es lo justo.
Queda además una incógnita, ¿qué pasa puertas adentro del confesionario, ese "continúa", ese suspiro?
No hay nada como imaginar y no saber.
Felicidades
Jes muy bueno no me extraña que andes en los papepeles. Te leo siempre que puedo y te persigo. Abrazos y muchos éxitos.
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