La
multitud festiva se amontonaba en la plaza a la espera de las campanadas de fin
de año. Llegado el momento, el reloj del ayuntamiento tuvo un fallo informático
impredecible. Los ceros y unos del código binario bailotearon entre sí (eran
unos dígitos bastante díscolos adquiridos en un bazar asiático, y además,
estaban ya un poco ebrios) y, aunque nadie lo notó, los doce badajazos
digitales sonaron de adelante a atrás. A contrapelo. Y un tanto afónicos. Así, mientras grandes y pequeños se
atiborraban los mofletes con uvas, los relojes retrocedieron doce segundos; el
suicida recuperó el aliento y el color, pataleando bajo el olivo; la jovencita en
el pajar volvió a ser virgen; y el revólver con una sola bala regresó a las
manos de K, el siguiente en la ruleta, quien con lívido temblor se encañonaba
de nuevo la sien y, quizá menos resuelto, quizá abrumado por un pálido recuerdo,
una memoria innombrable de otra vida, no lograba reunir el valor suficiente
para apretar el gatillo.
1 comentario:
Un final inquietante. Entiendo que al suicida le tiemble el pulso, hay cosas que o se hacen cuando toca o... ya no hay forma.
Lo de los ceros y unos ebrios es muy divertido, contrasta bien con ese final.
Son, ahora que lo pienso, anticampanadas. ¿NO?
Publicar un comentario