Tras años de asedio, no queda nada que arrojar al
enemigo a las puertas. Se acabó el aceite hirviendo, las ballestas languidecen
y los cañones bostezan oxidados. Ya no se ven gatos ni perros por las calles y
la población deambula famélica. El Estado Mayor ha enviado los planos para fabricar
un arma nueva. Nuestra última esperanza, al parecer. Yo soy el encargado de
construir esa artillería definitiva, altamente confidencial. Tan secreta
que ni siquiera parece un arma. He debido acolchar el interior del tubo de
plomo y perfumar la pólvora con talco; colocar globos en la boca del cañón y
glasear el enorme artefacto con azúcar y galleta molida, seguramente por
razones de camuflaje. Pronto llegará la munición especial. Me pregunto qué
clase de balas me traerán, pues apenas queda metal que fundir. Pero dicen que
no me preocupe, que han descubierto una fuente inagotable. Ya casi está. Remato
los últimos detalles mientras silbo una animada marcha militar, in crescendo,
para concentrarme y acallar así los molestos gimoteos, esos llantos infantiles
que, desde hace un rato, llegan desde el almacén de proyectiles, amortiguados
por gritos desesperados de mujeres, que (desconozco el motivo) entran como
cuchillos por la ventana.
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