Mi colegio, antes el de mi madre y ahora el de
mis hijos, tiene un bosque con árboles centenarios y jardines donde hay
laberintos en los que cuentan que a veces desaparecen niños demasiado
curiosos. Tiene edificios vetustos y cobertizos escondidos donde
escabullirse del maestro unos minutos y traficar con estampas. Mientras
lo recorro con mi hijo a media mañana después de visitar al médico, a
esa hora en la que están todos en clase y uno se siente especial por
llegar tarde y acompañado de su madre,
charlamos sobre lo formidable que es el jardín, y Juan me dice que hay
gente enterrada en él. Y que una vez una monja se ahorcó en el árbol de
morera. Yo me río y le tomo el pelo,y le digo que eso son cuentos de los
niños. Y él me dice que no, que es verdad, que mire las tumbas que hay
bajo los árboles, y yo me río aún más y le explico que no son tumbas,
sino carteles que especifican la especie botánica del árbol. Dejo a Juan
en su clase y, mientras desando el largo camino, entorno los ojos y
puedo ver a mi madre de niña charlando con sus compañeras, a mí misma,
con mi coleta y mi mirada tímida, y mi vieja guitarra a la espalda. Y no
sé si es porque paseo entre fantasmas del pasado, pero de repente
también a mí me parecen pequeñas tumbas los carteles bajo los árboles, y
al salir, saludo al guarda con la sensación de abandonar un cementerio
rebosante de vida.
1 comentario:
¡Excelente, Jes!
Un micro de gran poder evocador, que regala en lo elidido una segunda historia para que el lector juegue a crear.
Un abrazo.
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